Juan Pablo Muñoz – CEPPAS Guatemala.
La guerra en Guatemala fue ganada estratégicamente por la facción de inteligencia del Ejército. A cambio, las élites empresariales y políticas le abrieron de par en par las arcas del Estado para que todos juntos, cada uno en diferente proporción y a su manera, se enriquecieran con todo tipo de negocios, criminales o no, en total impunidad.
En consecuencia, cada vez que diversos actores cuestionan dicho modelo violento basado en la rapiña y en la corrupción, reaparecen los estrategas del terror defendiendo ese modelo económico político que crearon para favorecerse.
La vieja estrategia de manipular a través del miedo
El camino siempre es el mismo. Justo cuando hay propuestas de cambio al modelo rapaz, empiezan a aparecer los eternos fantasmas de la sociedad guatemalteca. Uno muy importante es la inseguridad, la permanente sensación de que hay “alguien” que le quiere quitar lo suyo. Los enemigos públicos, que todos los días aparecen en la nota roja de los diarios amarillistas, como indicando “aquí estoy, no me he ido”, retornan a las primeras planas de los periódicos y a los horarios estelares de los noticieros de Ángel González.
Esta situación, genera un clima de zozobra que acapara el 100% de la atención de la miope ciudadanía, la cual reacciona en el único sentido de exigir castigo pronto y drástico, a cualquier costo.
En medio de esta vorágine de odio, los desinformadores se aprestan a vociferar que la solución es viable (pena de muerte, crear más cárceles, militarizar la policía), pero que para el efecto se necesita de cierta cesión de derechos. Sin embargo, desafortunadamente, la respuesta contundentemente violenta que se necesita, no puede ser aplicada en tanto hay “algunos” que lo impiden.
Sutilmente, el encolerizado ciudadano redirige su ira del hecho violento que lo atemorizó e indignó a ese actor maldito que no deja a los profesionales de la seguridad responder ejemplarmente. Este actor puede ser:
– Un funcionario público progresista cuya agenda gira alrededor de cualquier otro tema que no sea el de la militarización y el punitivismo (educación, salud, protección del ambiente, etc.);
– Cualquier figura pública que exija que, aún en el marco de una crisis de seguridad, las autoridades respeten la legalidad y los Derechos Humanos;
– Actores internacionales que advierten al Estado que existen estándares internacionales que constituyen compromisos no entre Guatemala y otros países, sino entre el Estado y sus connacionales.
Estos actores malditos han cargado sobre sí la culpa de todo un aparato de violencia que no provocaron y que no promueven. Y con ello, han quedado socialmente invalidados, ellos y sus ejes de trabajo. Si se piensa en lo que la mayoría de la gente cree de los Derechos Humanos, se podrá entender mejor esta situación.
Las crisis de violencia, pues, son campañas minuciosamente planificadas, creadas y ejecutadas por profesionales de la confusión que en pocas semanas y con un profundo sentido de desprecio por la vida y la dignidad humana logran reducir cualquier debate o análisis político al enfrentamiento entre “buenos” y “malos”. Paradójicamente, del bando de los buenos ciudadanos están los torturadores y asesinos a sueldo, y del lado de los malos los defensores de los derechos de las personas, de los pueblos y de la naturaleza.
El arte de destruir al enemigo
Sin embargo, en la práctica la estrategia anterior no funciona perfectamente y no es siempre tan fácil de implementar. Sobre todo cuando las propuestas de cambio que están tratando de ser anuladas se refieren a aspectos muy evidentes de injusticia o que afectan profundamente a grandes proporciones de la población. Entonces, surge la segunda fase de la guerra sucia impulsada contra los impulsores del cambio: la fase de destrucción total.
Ya no solamente los medios de comunicación sino también estrategias políticas y judiciales, se enfocan en denigrar a aquél que se hizo merecedor del castigo por no apoyar a los “buenos ciudadanos” en su sangrienta cruzada contra el crimen. Todos los prejuicios morales y religiosos de los guatemaltecos salen a luz, incluyendo esa estúpida enfermedad que es el nacionalismo.
Dónde trabajan, a qué lugares acuden, cuál es su círculo de amigos, y otros detalles personales recabados con minuciosidad y presentados sin contexto son suficientes para demostrar que aquél que insinuó la necesidad de algún cambio, no está legitimado para hablar de asuntos públicos.
Empiezan a circular las denuncias penales espurias (que están llamadas a no prosperar porque carecen de pruebas) y los sermones en la mayoría de las iglesias. Las difamaciones en las radios más intransigentes y en las redes sociales. Los chismes en el transporte público y en las barberías. En las cenas familiares (reforzadas por el noticiero de la televisión) y en las oficinas y talleres de trabajo.
La credibilidad de los propulsores del cambio se viene abajo y cuando menos quedan aislados. Y con ellos, sus propuestas, cuyo contenido nadie sabe ni necesita saber. Basta con la idea personal que se hicieron de este.
Guatemala se pierde una y otra vez la oportunidad de hablar de cambios, de pensar en ampliar derechos y libertades, de consensuar la ley para que se respete y de la profundización democrática de un régimen que está, de total a parcialmente, cerrado para la mayoría.
Demonizar la izquierda, derechizar la agenda política
Estos actores contra quienes se construyen campañas específicas para destruirlos surgen como “demonios” junto a lo que representan. Entonces, aparece el etiquetamiento de “comunistas”, “izquierdistas”, “chavistas”, etc. Y son categorías tan efectivas, que los guatemaltecos y sus miedos nunca jamás los aceptarán. La amenaza de otra Cuba u otra Venezuela (países ambos que observan mejores índices de desarrollo social que Guatemala) es suficiente disuasivo para que las personas prefieran seguir en la calamitosa e indigna situación en que viven.
Los actores de cambio han sido demonizados. De allí en adelante, su desaparición camina sola. Por una parte, ocurre que nadie quiere estar con los demonios y con los “apestados”. Así, los movimientos políticos con intenciones de transformación social se ven diezmados y la mayoría de compañeros viran hacia la derecha con tal de desmarcarse de los señalizados para no sufrir el futuro ominoso de difamación e invalidación social que les esperaría de continuar junto a ellos.
Este aspecto es crucial para entender la agenda política de la izquierda guatemalteca. Toda vez que la derecha ha señalado a quien “no le es permitido” estar u opinar en la acción política “aceptable”, porque es “radical”, “salvaje”, “anarquista” o “vándalo”, “perturbador”, “divisionista”, “ideologizado”, etc., el centro se entrega a los brazos de la derecha (lo cual será recompensado con jugos salarios burocráticos y honras dentro del mundo del espectáculo político y académico nacional e internacional) y la izquierda que no quiere perder su espacio y su mediocre comodidad se corre para el centro. El debate, pues, se destruye en realidad, porque ya no se da entre contrarios, sino entre igualmente convencidos.
Por otra parte, ocurre que la demonización de personajes comprometidos con el cambio cala también en ellos mismos. En primer lugar, porque al verse “apestados”, se corren al purismo de los principios (lo más a la izquierda imaginable), obligados a trabajar simultáneamente en dos frentes de lucha: contra los propietarios del sistema corrupto y contra sus posibles “aliados de izquierda” que los abandonaron, negaron y, si se descuidan, hasta traicionaron abiertamente.
En segundo lugar, porque los sectariza, ya que al vedarles acceso a los espacios oficiales de discusión, tienden a volverse conspirativos, paranoicos y sobre todo ineficaces, como puede observarse en su rápido decrecimiento como grupo y en la prácticamente nula capacidad de incidencia en los procesos sociales. Como en toda secta, el fin último empieza a convertirse en “tener la razón”.