Por: Informe Nacional de Desarrollo Humano.
Se dice que la democracia es un orden conflictivo y que el conflicto es inherente a la vida social, pero ese argumento no da cuenta del origen de los conflictos ni de las implicaciones de la desigualdad en su desenlace.
Uno de los objetivos básicos de las democracias es, justamente, reducir la concentración de poder y de bienestar e incrementar la participación de todos y todas en las distintas formas de estructuración de la sociedad, sus beneficios y sus responsabilidades. Las asimetrías de poder en la arena de negociación de las problemáticas vinculadas al desarrollo, pueden menoscabar las funciones básicas de las instituciones, situación que puede derivar en captura, opacidad y exclusión.
Según el último Informe Nacional de Desarrollo Humano (PNUD, 2016), los procesos de democratización en Guatemala, han estado fuertemente limitados por desigualdades heredadas históricamente, que datan incluso de la colonización y que fueron acentuadas durante el siglo XX.
Según el informe, intereses corporativos y de sectores de poder tuvieron gran influencia en limitar las capacidades del Estado en formación para abordar los desafíos heredados de esa historia excluyente. Tanto los ingresos fiscales como el gasto público social no han logrado ni el monto ni la calidad necesaria para hacerlo y Guatemala sigue siendo de los países de la región que menos invierte en desarrollo social. Se logró ampliar la carga tributaria en los primeros años del siglo XXI, pero dicha ampliación se estancó e incluso retrocedió en la última década. El debilitamiento de un Estado ya pequeño facilitó espacios a la corrupción y la cooptación, que permearon cada vez con más altos niveles de impunidad y condujeron a la crisis política de 2015, también analizada en el documento. En ese año, el país vivió una nueva forma de participación y demanda ciudadana, después de muchos años de aparente silencio que dejó el enfrentamiento armado interno.
Pero ese silencio era tan solo aparente, porque tanto antes como después de los periodos más fuertes de la represión estatal, muchas comunidades se han organizado para reclamar y demandar justicia y mejores condiciones para definir y lograr su bienestar. Más del 80% de la población rural, en su mayoría indígena, vive en condiciones de pobreza. Y esta alarmante situación es resultado de una exclusión histórica que, sin embargo, no ha logrado acallar sus voces, incluso con el fuerte período de represión de los años 80.
En el informe se muestra cómo muchas luchas de las comunidades se ven desde la lectura urbana como conflictividad, concepto que frecuentemente está cargado de negatividad y que se califica como asociado a resistencias al progreso. Se propone en el documento un cambio de enfoque para entender esa «conflictividad» en su dimensión histórica, procesual y territorial. Las luchas de la población que demanda una forma distinta de entender el progreso, más incluyente y con respeto al medio ambiente, son luchas por el bien-estar, en el sentido más profundo del concepto. Y son búsquedas que no competen solo a las comunidades afectadas. De hecho, tienen relación con desequilibrios ambientales y sociales producidos por una forma desordenada de planificar el desarrollo y que impactan negativamente a todo el país.
La participación organizada de la gente, en sus demandas por ese bien-estar, debe entenderse como ejercicio de agencia colectiva, inherente al desarrollo del potencial humano. El poder transformador de esa participación es resultado de la profundización de la democracia y sus mecanismos deliberativos y distributivos. Una democracia más amplia, permitirá el empoderamiento de la gente y buscará soluciones más justas a las disputas. El desarrollo es mucho más que ingresos, es lograr sociedades participativas y justas, con oportunidades para trabajar por el bien-estar.
Profundizar la democracia requiere ampliar la participación de todos y todas en las distintas esferas de la vida social, en lo económico y en lo político. La viabilidad del país dependerá de eso.